Sabíamos que allí tenía que haber
un nido. Desde hace tiempo la zona de Paradinas nos había llamado la atención
por su potencial para albergar nidos de aguilucho cenizo. Tarde tras tarde
observando el comportamiento de distintos individuos habíamos conseguido ir
reduciendo el área donde podría encontrarse el nido.
Aquel momento, a mediados de
Junio, era el indicado. Estábamos con la moral por las nubes, habíamos
localizado nuestro primer nido de aguilucho en Segovia. Pero no, ese no era el
que perseguíamos, y sí, estábamos en el lugar indicado. Vimos salir a la hembra
y tras cambiarnos de punto de observación, creíamos que teníamos el nido
localizado. ¡Por fin! Este era el resultado de tanto trabajo de observación.
Entre esos cinco pollos destacan
por su tamaño y comportamiento aquellos más pequeños. Si nos hacía falta un
empujón y algo de determinación para comenzar a luchar por su conservación,
ellos nos lo habían dado.
No hay que engañarse, era nuestra
primera toma de contacto con los propietarios y la experiencia no podía ir
peor. “No queremos saber nada de los aguiluchos”. Tan contundente sentencia nos
ponía de nuevo los pies en el suelo. “Sí, así es, este es el mundo en el que
vivimos”. Recuerdo que mi compañero me decía unas palabras similares a esas en
esos momentos, pero sé también que mi incredulidad y mi rabia eran compartidas.
Éramos dos generaciones con una misma ilusión recibiendo un mismo golpe pero
con el extraño sentimiento de quien se siente perdedor de la batalla pero no de
la guerra.
El tan ansiado moreno buscado por
muchos en paradisiacos lugares donde la sociedad parece más socializada quizá
retraiga a otros a culturas que creíamos ya casi relictas, donde impera el egocentrismo
y el éxito no se mide por los actos y la moral, si no por la cantidad de metal
de dudoso valor que puedas amasar en tus manos. En esa mar nos tocaba navegar,
donde no había lugar al raciocinio o a la ética, fuera del ambiente donde nos
sentíamos capaces. Tocaba pedir ayuda y delegar.
Cuán bien intencionados fuimos al
poner el asunto en manos de la administración. Creíamos que llegaríamos a buen
puerto y nos encontramos con... El jueves nos enteramos de que tres pollos de
aquella imagen enternecedora están en un centro de recuperación ante la
imposibilidad de hablar con quien no quiere escuchar. Pero, miremos de nuevo la
fotografía. “¿No había cinco pollos?”. Una pregunta muy repetida entre nosotros
desde ese momento. Había algunos más pequeños, quizá no lo suficientemente morenos
en su plumaje como para volar. Todo dependía del “moreno” de su plumaje. Los
mismos que retiraron los pollos creyeron ver otro volantón, pero, ¿y el quinto?
Y sí, no podíamos quedarnos así.
Había llegado el momento de
visitar de nuevo la zona. Un poco picados por la curiosidad de cómo quedaría un
nido después de la cosecha y un poco por la necesidad de sentirnos vencedores
de tan dura guerra nos dirigimos hacia allí. Vimos a un volantón volar pero no
fue suficiente recompensa. Después de subir a las nubes, tocaba bajar a la
tierra. Sobran las palabras:
Cuán ilusos fuimos. Vencedores
vencidos. Duro golpe cuando alguien saborea la miel del éxito en los labios
para de nuevo llegar al punto de partida. De nuevo distintas generaciones
recibiendo un mismo golpe y de nuevo con el extraño sentimiento de quien se
siente perdedor de una batalla pero no de la guerra. La experiencia otorga la
ventaja de conocer los caminos para llegar a un destino y la perspectiva
necesaria para guiarse por ellos. Es por eso que aquella gente que nos
demuestra que existe otra sociedad y aquellos aguiluchos que nos muestran sus
nidos como pidiendo socorro, nos ayudan a no caer en el desánimo, a seguir
caminando hacia la meta, donde aquellos morenos aguiluchos puedan dar sus
primeros vuelos en un mundo que sí será para ellos.